Autor: MSc. Roberto Fabelo Elisa / roberto.fabelo@jovenclub.cu
Segna in Nagut
… una vez resquebrajado el velo, los Dioses de Nagut desecharon
a sus ciervos derramando su ira sobre la tierra que los adoraba.
mas entre los moribundos emergió un clamor que alcanzó las estrellas,
otros dioses escucharon, …y descendieron
Crónicas de Nagut, La furia de los primeros dioses
Todo latía. Las escasas sensaciones iban y venían al ritmo de un pálpito irregular. No había otras imágenes sino las que traía un vago recuerdo nacido justo antes del arribo de las sombras. Algo cayó del cielo, hubo un destello, un trueno ensordecedor, y luego una ardiente nube de polvo abrasándolo todo. Después, la oscuridad lo arrastró hasta sus dominios.
Ahora podía percibir la luz en cada latido, pero esa llama duraba sólo un instante. Enseguida sucumbía ante las sombras y el silencio. Regresaba, pero sólo ofrecía entumecimiento, dolor y sonidos dispersos. Por primera vez la oscuridad era más conciliadora.
Entonces sintió algo completamente distinto. Un resplandor más poderoso y duradero, un dolor lacerante hasta el infinito. Eso lo despertó obligándolo a gritar. Pero de su garganta apenas brotó un alarido desordenado muy semejante a un aullido.
Paladeó torpemente el sabor de su propia sangre e instintivamente buscó inhalar más aire para percibir el exterior. Abría los párpados, pero las tinieblas seguían envolviéndolo. Sus extremidades superiores obedecieron. Pudo palparse a tientas. Tenía el rostro destrozado y todo dolía al menor contacto. Las cuencas de sus ojos estaban vacías.
Le pareció escuchar unos pasos que se detuvieron justo a su lado. «¿Padre?», emitió apresuradamente. Pero nadie respondió. Hubo un crujido y un líquido denso cayó sobre su rostro. Se escurrió a través de las heridas y comenzó a disolverse en sus venas como una tormenta de hielo. Un brusco intento de incorporarse terminó en el más absoluto fracaso. Por puro instinto trató de alcanzar al desconocido con su brazo derecho y su mano golpeó de plano contra algo escamoso. La sorpresa y el creciente miedo le hicieron proyectar las uñas con toda la fuerza que pudo.
Pero sus garras no lograron penetrar la piel del intruso. Se sintió indefenso. El golpe mortal debería llegar en cualquier momento como respuesta al ataque fallido. Sería lo lógico. Lo que él mismo haría.
Pero entonces, por primera vez después del destello percibió una emisión. «Quieto. Déjanos ayudar. No te muevas.»
La emisión no era familiar. Nadie de la aldea trasmitía así. «¡Padre, Madre, Nana!» Emitió presa del pánico. Su oreja izquierda se orientó con un movimiento fugaz como precediendo el arribo de una respuesta. «Nano… ¿dónde estás? Ayúdame.» Allí también había dolor y miedo. No había esperanza. Todo resultaba inútil. Todo menos emitir. «Nana… estoy ciego. Hay extraños junto a mí. No puedo escapar. Huye.»
La desconocida emisión regresó. «Quieto. Tu Nana estará bien. Ya casi terminamos.»
Aquello era inaudito. Los extraños podían espiar sus emisiones. Ya sabían de su hermana. Juntó fuerzas y comenzó a revolcarse de todas las formas posibles tratando de escapar. Mas otra vez obtuvo el fracaso. Una súbita presión, tan eficaz como un cepo, lo inmovilizó contra el suelo anulando todos sus esfuerzos. Entonces comenzó a ver. Primero de un ojo, luego del otro. El dolor se apagó de golpe y sus invisibles ataduras cedieron un tanto.
«Quieto. Ya estás bien. Ahí viene tu Nana.»
Justo a su lado estaba agachada una criatura ajena a su mundo. Su pálido rostro, protegido por un raro yelmo de vidrio, poseía los ojos más oscuros y apacibles que hubiera visto. Su mandíbula corta, débil y oculta tras el cristal, resultaba inútil como arma. Tampoco había garras al final de sus manos.
Aquel ser se incorporó mostrando toda su estatura. Tenía todo el cuerpo cubierto de diminutas escamas nacaradas que resplandecían suavemente. La apariencia de debilidad era indiscutible. «¡Por todos los dioses de Nagut! ¿Cómo había resistido su ataque sin apenas moverse? Su hermana podría triturarlo con un abrazo o partirlo en dos con un mordisco», pensó sin emitir. Nada tenía sentido.
El ser miró hacia su derecha, desde donde se oía el rápido trotar de un irzen acercándose. Nana llegaba a toda prisa. Ya no estaba herida y todas sus emisiones eran súplicas de paz y muestras de agradecimiento. Para su asombro, su orgullosa Nana, una de las más letales guerreras del clan, suplicaba perdón y se sometía ante estos frágiles extraños.
La presión desapareció por completo y pudo moverse libremente. Su primera reacción fue agazaparse contra el suelo poniéndose en guardia. Pronto estaría listo para atacar. Pero su hermana se interpuso lanzando un rugido definitivo. Obedeció conteniendo reacio el impulso de saltar sobre el intruso.
Aquel ser lo miró a los ojos, y abriendo su boca mostró los dientes sin cambiar de postura o iniciar algún movimiento. Desde donde había venido su Nana llegaba otro extraño ligeramente más alto y fornido.
«Míralos Nana, son débiles. No pueden morder, tampoco tienen garras. ¿Por qué les temes? Déjame atacar al más pequeño.»
«Atrás, Nano. Dominan la emisión y están escuchando. Nos salvaron, pero hay cosas que no perdonan. El más pequeño es su hembra, y si la atacas, te matará.» —emitió mientras señalaba con la cabeza al extraño más corpulento.
«No puede ser, Nana. Son muy frágiles.»
«Antes no pudiste herirla. Nuestras garras son inútiles. Eso los convierte en dioses. Si atacas, morirás.»
Nano, aún incrédulo, relajó su postura y se incorporó sobre sus extremidades inferiores. Aunque no lograba ignorar a la intrusa que permanecía mirándolo y persistía en desafiarlo mostrándole sus ridículos y diminutos dientes.
El extraño se llevó la mano abierta al pecho mientras inclinaba levemente la cabeza a modo de saludo. Nana lo imitó lo mejor que pudo. Sin previo aviso, los desconocidos extendieron sus brazos a ambos lados y miraron hacia arriba. Unas motas de polvo y luz los envolvieron haciéndolos elevarse hacia el cielo, donde algo semejante a una concha de mar los esperaba flotando a medio camino hacia las nubes.
Nano se abrazó a su hermana mientras esta lo arrullaba con emisiones armoniosas y le acariciaba el recio pelaje de la nuca. «Dejaste de escucharlos. No era un desafío. Habitan un mundo llamado Segna y han venido a darle fin a esta guerra. Ahora sígueme. Tenemos hasta la noche para despertar a los caídos. El Hielo en nuestra sangre puede hacerlo.»
Y mientras husmeaban en la aldea arrasada en busca de cadáveres, Nano lanzó al horizonte el aullido de victoria más agudo de su corta vida.