Autor: Eric Michel Villavicencio Reyes / ericmichel901@nauta.cu
At the end of the rainbow
Dejó de llover. Víctor, al asomarse a la ventana, observó emocionado el arcoíris: símbolo del final del torrencial. Hoy lo atraparía, estaba seguro.
Tomó todo lo necesario: sus chanclas, la gorra, su palo preferido en la derecha y el dinosaurio verde en la izquierda. Salió disparado por la puerta trasera. Mamá se enojaría si lo veía jugando afuera, ensuciándose otra vez, cuando ya se había bañado. Pero Víctor ignoró todo aquello y corrió como rayo a perseguir el camino trazado por el arco multicolor.
El bosque tras su casa se extendía sin límites ante sus ojos. Mamá decía que daba la vuelta al mundo, y el arcoíris debía de estar en algún lugar allí dentro. Él se adentró sin dudar. La última vez, porque lo llamaron y tuvo que regresar, no pudo llegar a tiempo; para cuando intentó volver, ya la noche había caído.
Así que esta vez Víctor se lanzó a todo tren atravesando la espesura del bosque. Tropezó una, dos veces; su rodilla empezó a sangrar, y el palo preferido se extravió en la travesía. Pero él finalmente llegó allí, al lugar deseado. Estaba justo al frente suyo, tras una barrera de plantas. El niño gateó sin temor a través de los matojos, y finalmente llegó al otro lado.
Se maravilló ante la vista: un enorme caldero flotaba en el centro de un claro en el bosque. A su alrededor se aglomeraban troncos gigantes y una pared de maleza. Los rayos del sol, tras lograr atravesar las nubes, iluminaban el metal, reflejándose hacia los ojos claros del niño.
Víctor se acercó despacio, dinosaurio en mano, sus brazos y piernas temblaban un poco producto de la exaltación. Finalmente lo había encontrado. El final del arcoíris, desde aquella primera vez que lo vio a través del cristal, fue su sueño admirarlo de cerca, tocarlo, sentirlo. Ahora, por fin estaba frente a él.
Extendió su mano vacía y atravesó el haz de luz. Por encima de su palma el arcoíris desapareció, ahora se extendía a lo largo de su brazo. El niño se regocijó y, sonriendo de oreja a oreja, se asomó dentro del caldero, con la cabeza boca abajo y los pies colgando, para ver el origen de aquel arco multicolor. Pero solo vio agua. Por un momento pensó que era un error. ¿Cómo podría provenir el arcoíris de simple agua? Pero, sin dudas, era el líquido lo único a la vista de Víctor. Mojó sus dedos, estaba caliente. Suspiró, un poco decepcionado, pero pronto pensó en algo. Un plan genial. Solo tenía que llevarse el caldero y el arcoíris surgiría desde su casa.
Curtis era un gnomo normal, tal vez un poco viejo ya, solo un poco.
Vivía, como todo gnomo, en su hogar bajo tierra, cuyos alrededores eran protegidos por una barrera natural de plantas. Todo lo que se encontrara dentro era su patio trasero.
Como cada tarde lluviosa, había sacado su caldero para que se llenase con el agua de lluvia. Era un ritual importante para los de su clase.
Curtis se relajaba en su escondite de enredaderas, a la espera de que alguna presa ingenua penetrara en su territorio; tal vez un animalillo perdido en búsqueda de refugio. En las últimas semanas, tan solo había sido capaz de capturar alguna que otra ardilla. Pero sus viejos huesos y músculos ya no eran como antes. La edad le reclamaba.
Fue en ese momento que lo vio, un ser de pequeño tamaño, pero con extremidades rellenas, se acercaba curioso al caldero. Era un niño humano. Hacía mucho que Curtis no veía uno. El gnomo rápidamente se deslizó en silencio por una de las enredaderas del árbol, y se acercó sigiloso a la espalda del infante.
El niño jugaba con el caldero, colgado sobre él, con la cabeza dentro. El gnomo se acercó lo suficiente a él como para tocarlo. De seguro esto era algo que una joven criatura no podía nunca haberse imaginado: un gnomo viviendo al final del arcoíris, alegre y juguetón, que sacaba todas las tardes lluviosas su caldero mágico del cual provenía el arco de luces multicolor; un gnomo hambriento.
Curtis empujó al niño tan pronto como puso sus manos en su espalda y este cayó desconcertado al agua dentro del caldero. De inmediato el humano, revolviéndose en el líquido, intentó sacar la cabeza para respirar, pero el gnomo lo golpeó de forma violenta con una piedra. La sangre salpicó los bordes del metal y el niño se hundió, inerte.
Curtis encendió un fuego mágico bajo el caldero flotante y se relamió mientras pensaba en la carne jugosa que pronto se zamparía.