Autor: MSc. Roberto Fabelo Elisa / roberto.fabelo@jovenclub.cu
Another open door
Eran demasiadas interrogantes. Pero ahora todo parecía muy confuso como para tratar de encontrar respuestas. Sabía que estaba vivo, que corría hacia un punto aún lejano en el horizonte, y que, contra todas las leyes conocidas, había sobrevivido a aquella descarga que vaporizó a 30 hombres.
No podía hacerse ilusiones. Sabía cuán vigilada estaba la región. Era consciente de que en cualquier momento un caza adversario vendría por él, y entonces todo acabaría.
Sin embargo, su pequeño radar seguía callando. Nada parecía moverse a su alrededor, sólo el viento agitado y seco de la mañana que levantaba una que otra nube de arena desértica.
Sus pies se hundían de vez en cuando y esto requería de un esfuerzo superior para mantener el paso. Perseguía una cosa, y esta era vital. Debía llegar a un punto de admisión de la base más cercana.
Después de los primeros 20 minutos de carrera sostenida, el calor reverberante de las dunas comenzó a afectarlo. Era casi insoportable, pero los músculos de sus piernas todavía podían con el esfuerzo solicitado. Tragó dos o tres veces seguidas y continuó corriendo mientras miraba regularmente la pantalla del radar.
Se detuvo en la parte baja de una gigantesca duna. El radar seguía en su silencio imperturbable. Por un momento temió que el mecanismo estuviera dañado y no funcionara adecuadamente. En esas condiciones no podría evadir una emboscada o camuflarse ante una incursión aérea. Luego sonrió. De todo su equipamiento sólo estaban operativos la pistola de plasma, el radar y el localizador, esa pequeña pantalla en su muñeca que ahora lo guiaba en medio del desierto hacia una posible salvación. El resto había dejado de funcionar.
Se concedió unos minutos de descanso y en ellos rememoró los instantes antes y después de la descarga. Era inquietante. No estaba bien. No era lógico.
Recordó una extraña y fugaz opacidad del aire a su alrededor un microsegundo antes del impacto. Luego vino el fulgor, el calor penetrante hasta lo infinito, el desmayo, el milagro. Tenía imágenes muy claras de la roca fundida sobre la que reposaba. Nada vivo podía existir sobre aquella materia sometida a temperaturas astrales. Nada quedaba a su alrededor más que humo, rocas derretidas y mucho silencio. Fue entonces cuando empezó a arrastrarse lejos del lugar y a retroceder sin buscar lo que no podía existir: otros sobrevivientes.
Ahora se sentía mucho más alerta, sus sentidos se habían recobrado y su respiración era tranquila. Debía seguir corriendo.
Fue cuando echó a correr, cuando la sensación lo saturó por completo. Sacó el arma y apuntó a su izquierda. Arena, sólo arena. Hubiera jurado que algo se había movido allí un segundo antes. Mantuvo la posición esperando por la respuesta de todos los sensores que quedaban. Nada. Silencio. A duras penas pudo vencer la desconfianza y guardó el arma otra vez. Reanudó su carrera. Pero desde ese momento nada fue igual.
Ahora buscaba en las sombras de las dunas, en los remolinos de polvo, hasta en el cielo infinitamente azul. La ilusión de no estar solo desaparecía y regresaba como impulsada por las olas. Deseó con todas sus fuerzas acercarse al territorio de Ugradar, quizás los ultraprecisos sensores localizaran al fantasma y lo hicieran desaparecer.
Corrió aún más fuerte al entrar en el perímetro de la base. La desesperación alcanzó su punto máximo. Se adentró en el valle sin tomar muchas precauciones. Nada parecía más peligroso que esa persecución silenciosa. Arribó al lugar correcto, desempolvó la contraseña en su memoria y con marcada prisa pronunció la frase apenas en un susurro. Un instante después comenzaba a desaparecer para penetrar en la fortaleza subterránea.
Fue justo allí cuando descubrió algo distinto. Protegida bajo la sombra de una semienterrada roca flotaba una esfera transparente. En su interior, levitaba expectante un guerrero astral. No pudo explicarse cómo sus ojos, los de un Normo, habían conseguido ver a través del campo de invisibilidad de un ser inmensamente más poderoso. El Astral advirtió su mirada fija, y en sus movimientos pausados e instintivamente defensivos gritó la total sorpresa y la mayor de las inseguridades.
El mecanismo terminó de funcionar y todas sus partículas fueron transportadas al interior de la base. Largos segundos aguardaban tras los rigurosos procedimientos de escaneo y descontaminación. La confianza abrió ligeramente sus alas. Sin duda los sensores detectarían cualquier presencia extraña y en cuanto pudiera informar de la existencia del intruso agazapado tras la roca, ese problema también tendría solución. Pero por alguna razón, su instinto natural se negaba a vincular ambas presencias. Su voz interna gritaba que el guerrero junto a la roca no era el responsable del inexorable fantasma.
Sumido en sus agitados pensamientos no percibió la luz que informaba su admisión en la base y el movimiento de la puerta al abrirse lo sorprendió por completo. Su desgarrador alarido no logró impedir que la pesada compuerta terminara de hacerse a un lado. Allá, a unos veinte metros de él, los operadores del punto de admisión lo miraron extrañados.
Una fuerza capaz de hacer hervir sus entrañas estalló en su pecho. Incontables filamentos de energía brotaron hacia adelante inmovilizándolo contra la pared opuesta. Sus sentidos se adhirieron a las puntas de los largos hilos. Percibió la carne incinerada bajo su contacto, la muerte inmediata, la sangre convertida en vapor rojizo. En su mente se estructuró una enorme red de dolor y exterminio. Nada se opuso con efectividad. Sintió a las hebras perforar con la misma facilidad campos de fuerza, corazas, blindajes, chorros defensivos de plasma; incluso vio rodar la cabeza del Astral del enclave. En el lapso de 3 segundos, los efectivos de la base Ugradar se convirtieron en víctimas mortales de un ataque sin precedentes.
Para cuando escuchó la voz, los cuerpos habían dejado de caer y las fibras de la muerte silenciosa habían desaparecido como si su existencia hubiera sido sólo una apreciación distorsionada de la realidad.
«No te culpes, Enick. Tu voluntad es débil para enfrentar abismos de finalidad». Era obvio que resonaba sólo en su mente, pero bien podría provenir de los pasillos cercanos, todos solitarios ahora.
—¿Quién eres? —preguntó cauteloso mientras se asomaba despacio al corredor más cercano.
«Irrelevante. Usaré tus sentidos y tocaré el mundo a través de ti». Esta vez la respuesta parecía más lejana, como de alguien que caminara adentrándose en el lugar.
—Los Astrales te darán caza. Pagarás por esto. —trató de parecer convincente.
«Equivocado. La muerte brotaría de ti como las manos mismas del Heridor. Por ahora Enick, sólo eres… otra puerta abierta».