Autor: MSc. Roberto Fabelo Elisa / roberto.fabelo@jovenclub.cu
The Return Room
En verdad no tenía memoria de lo sucedido. Apenas se dibujaba en su mente un vago reflejo de lo que podía ser obra de la imaginación y, por supuesto, aquello no era suficiente. Segundo tras segundo luchaba por disipar la niebla que había devorado sus recuerdos, incluso a los más íntimos; pero todo intento parecía nulo. Por alguna razón desconocida, su mente necesitaba la palabra correcta para despertar de aquel ensueño. Sencillamente resultaba más fácil obedecer y de esta forma, abandonar para siempre los dominios del dolor psíquico.
El océano parecía tan plácido, tan azul, tan incontenible. Más allá vendría su gran antítesis, el lugar exacto, el objetivo. Con cada paso estaría más cerca de la libertad, la más pura y completa libertad. Definitivamente la peor de las cárceles no estaba hecha de gruesos muros e indoblegables barrotes.
El vehículo se acercó a la superficie y se detuvo suavemente. Bajo su vientre, la arena retozó en diminutos remolinos. El piloto y único tripulante abandonó la aeronave y se alejó siguiendo una ruta específica entre las enormes columnas ancestrales, erigidas y fijadas por manos ajenas a Segna.
Allí, una inmensa laja mostraba sus grabados al cielo. Era una pieza rómbica situada casi en el centro mismo del conjunto de pilares, origen de una emanación de energía que impedía a la arena cubrir el lugar. Milenios de silencio y vientos áridos no desgastaban la estructura que sólo desde el aire poseía cierta armonía.
Para el recién llegado hacer una pausa delante del monumento fue obligatorio al instinto. Calladamente una voz invitaba a la reverencia total, a la sumisión, a la paz eterna, imperturbable. Ese lenguaje se deslizó por sus oídos, pero no pudo retenerlo más que un instante. Ante esta inesperada resistencia, los gritos arreciaron en su interior. Alguien había desencadenado la locura en su mente plagándola con todas esas bestias que se debatían hasta hacerlo obedecer por la agudeza de sus lamentos, ahora sinónimos de dolor.
Por otro lado, la niebla cedía sólo para dejar a su alcance el conocimiento suficiente para realizar el próximo paso y luego, como volutas de humo concentradas en una cueva volvían a bloquear toda luz de esperanza. Alguien había ordenado su presencia en ese lugar, y él había ido, alguien había exigido la muerte del ser que respiraba detrás de ese rostro que fugazmente percibía, y ese ser, definitivamente, moriría. Su estabilidad psíquica bien valía ese precio. Muchas veces había intentado oponerse, pero la moral no puede reinar cuando la locura sacude hasta el mismísimo trono. Temía disolverse en la Nada, dejar de ser, existir tan sólo como un montón de células bien organizadas. Si al menos recordara su nombre…
Justo al borde, se dejó caer hacia adelante cerrando los ojos. Todo se detuvo por un microsegundo. El viento no movió el polvo, las dunas dejaron de hervir bajo el sol y la luz se desgajó siguiendo rutas distintas a velocidades diversas. Hubo un pulso, un estallido, y su cuerpo, convertido en una nube de partículas se precipitó a través de aquella losa abandonada en el desierto.
Dentro, no estaba oscuro del todo, pero la luz no lograba iluminar los límites del largo pasillo. En lo profundo, estaba el llamado, casi podía escucharse. Volvió a sentir la explosión interna y una nueva losa también repleta de inscripciones quedó olvidada en un sitio a su espalda. Luego otra, y otra, y otra. El proceso parecía interminable. En su cabeza, los números comenzaron a cambiar de significado. Mas de repente, todo quedó inmóvil, frío y asombrosamente inmóvil.
La Sala del Regreso se hallaba ante sí. Cuatro columnas sostenían el invisible techo. Sus aristas brillaban de forma extraña. Nada conocido lograba ese brillo. Tampoco esos símbolos en el suelo, o las blanquísimas cámaras que reposaban en el centro del lugar.
En su cerebro los gritos amenazaron con barrer la bóveda de su cráneo. Sus hilos mentales buscaron en todos lados y una hoja parecida a la muerte asomó en las puntas. Carne, allí la había, y la vida que debía apagar, se hallaba detrás. Sólo un leve toque, un alfilerazo en el lugar preciso y todo concluiría.
Pero, ciegas en su ataque definitivo, las imparables hojas rebotaron contra algo incalculablemente denso. Un sonido inaudible estremeció las paredes de la sala y una voz se deslizó entre los frenéticos gritos que clamaban por el nuevo ataque.
«Sacrilegio. Nadie debe invocar a la muerte en esta sala».
«Tu existencia no contiene la energía necesaria para conseguir tu objetivo».
«Abandona tu misión. Recuerda tu nombre y la paz se hará contigo, guerrero astral».
Las guardianas respondían a su ataque con crípticas advertencias y perdones inesperados. Aunque inquietantes, resultaban insuficientes para detenerlo. Apelar a la santidad o al propósito del lugar, y no contraatacar con fuerza letal pronto se convertiría en un error por el que pagarían un muy alto precio.
La niebla mental, como todo animal inteligente, retrocedió de inmediato. Había entendido que debía darle espacio, capacidad de pensamiento, recursos para la lucha, energía para el ataque. Pronto lo que pareció imposible se dibujó con relativa facilidad ante sus ojos. Lo que tomó por densos e impenetrables muros psíquicos parecieron materializarse como frágiles líneas quebradizas. Acumuló energía, la reorientó y disparó otra vez. Al liberarla pudo escuchar un sinnúmero de sonidos parásitos. Ningún cristal conocido hubiera resistido siseos tan agudos. Pero los negros muros ni siquiera vibraron.
Sintió el impacto de la energía y de alguna forma sufrió las heridas causadas. No hubo quejidos, gritos o lamentos; pero hasta él llegaron las señales de los nervios activados para luchar contra el dolor. Sin duda alguna, las guardianas perdían terreno en su defensa. Mas para su asombro y contra toda lógica, permanecieron firmes, protegiendo su objetivo sin intentar un contraataque.
Las voces en su cerebro ordenaron el fin. Sin pensarlo ya, y obedeciendo sin resistencia alguna, desencadenó el nuevo golpe, mucho más prolongado, más tenaz, más cruel. Esta vez sí hubo quejidos ahogados, dolor que escapó a todo control y barreras que, en lugar de retroceder, saltaron fragmentadas creando un tintineo lastimero. La muerte sobrevendría en segundos. Las guardianas habían fallado. El sabor de la victoria impregnó sus labios y los alaridos internos casi enmudecieron ante el inminente fin de la misión. Los sentidos se embotaron ante el triunfo casi inmediato.
No sintió las poderosas hebras mentales que abrazaron los cuerpos agonizantes de las guardianas y las apartaron de su dominio. Tampoco tuvo advertencia alguna cuando hilos distintos envolvieron su psiquis y bloquearon totalmente su capacidad de emisión. Algo parecido a un sol comenzó a refulgir bajo el suelo. El astro tenía voz, y habló.
«Gloria a los Guerreros que atacan a seres inferiores». La ironía tenía tonos tan sutiles.
Uno de los hilos se retiró permitiéndole responder.
«Soy tu Adverso. He sido enviado. Nadie debería interponerse. Es la Ley». No había duda en sus palabras. Tampoco remordimientos.
«¿Mi Adverso dices? Tú…, sí. Antes, muy al comienzo tal vez. Ahora… presumes de un estatus que no posees. Equivocado, pretencioso, inoportuno, aun así…, te perdono. Vuelve con los tuyos. Márchate. Alguien me necesita para Regresar». El mensaje era perturbador, contenía paradojas difíciles de asimilar. Era despectivo y humilde a la vez, parecía provenir de alguien muy superior y al mismo tiempo completamente carente de vanidad. Alguien absorto en una labor apremiante, crítica, vital. Alguien que perdonaría cualquier ofensa por tal de evitarse una discusión. O que te mataría por la misma razón. Ante la duda apostó todo a lo que tenía como cierto.
«Lo que dices no cambia nada. No puedes evadirme. Mis fortalezas son tus debilidades. Sabes muy bien cómo acabará esto».
Hubo una abrupta emanación de energía. Los torrentes cortaron los hilos inmovilizadores y crearon corazas centelleantes entorno al cuerpo agazapado del agresor. Los puntos desde donde surgirían los próximos ataques destellaban en un azul más allá del espectro.
La voz mental del astro cruzó por última vez el vacío absoluto de la Sala del Regreso.
«Entonces permíteme sacarte del error. Este plano no está trenzado como aparenta y eso, debiste saberlo antes de entrar aquí. La Muerte precisa de actos rituales específicos. El Heridor sólo acude ante una invocación real; algo que nunca conseguirás hacer, porque tú, Ghabel, …ni siquiera existes».
Una conmoción diferente se deslizó por el lugar. Hubo ecos de tambores, gritos entrecortados, vírgenes llorando, un sonido de fuego crepitante y de hielo estallando sobre el agua. Después, se alzó el rugido de la ola definitiva. Y luego, una inmensa calma.
Sólo entonces pudo alcanzar el silencio más profundo, palpó la desaparición de los gritos y la dispersión de la impenetrable niebla. Su nombre volvió a tener sentido, y las memorias antiguas resucitaron para ocupar su lugar acostumbrado. Era libre nuevamente. Pero la ilusión sólo duró el tiempo de un latido. Su cuerpo comenzó a percibir sensaciones confusas en la medida en que su solidez se tornaba efímera. Los sentidos se dispararon en todas direcciones, y la materia, encerrada tanto tiempo tras la piel, buscó una forma distinta de existir. Hubiera sido posible después de todo; pero aquel astro inexorable había modificado temporalmente una de las leyes más férreas del universo. Los tejidos se descompusieron en células, las células en moléculas, estas en átomos; y estos últimos, dejaron de existir disolviéndose en la más fría y obscura Nada.